Juan 3:16 (NVI): «Porque tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna».

Esta reflexión nos lleva a contemplar el amor inmenso y sacrificial de Dios hacia la humanidad. Dios, en Su amor perfecto, envió a su Hijo, Jesucristo, para que muriera en la cruz y ofreciera su vida como sacrificio por nuestros pecados. El propósito de este sacrificio era brindarnos la oportunidad de reconciliarnos con Dios y obtener vida eterna.

El acto de amor y sacrificio de Jesús representa la máxima expresión de compasión y misericordia divina. Él tomó sobre sí mismo el castigo que merecíamos por nuestros pecados, para que pudiéramos ser perdonados y tener una relación restaurada con Dios.

Esta verdad nos invita a reflexionar sobre nuestra propia vida y a valorar el inmenso precio que se pagó por nuestra redención. Nos desafía a vivir de manera agradecida y a responder a este amor sacrificado viviendo vidas que reflejen gratitud, amor y compasión hacia los demás. Es un recordatorio de que, a través de la fe en Jesucristo, podemos experimentar la vida eterna y la gracia abundante que Dios nos ofrece.

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